Sintió la llegada lenta del invierno y rugió cansado una nueva sonrisa. Atrás quedaban ensombrecidas las pasionales luchas verbales. Los incentivos, estímulos y bloques semánticos volaron por los aires con un único fin: Revolución.
De llorar no sabían sus ojos porque crecieron en un hábitat cargado de excitante sequedad parda y aunque el corazón podía estallarle a fuerza de tanto sentir, no era la ternura su máximo exponente vital.
Tenía que dar paso a la luna para que el paisaje no quedara desnudo. Había sido tantas veces y a cada instante sol, que su sola presencia despedía fulgores dorados como destellos de estrellas.
No olvidaban sus dedos ni su sobria mano, el terciopelo del éxtasis, ni olvidaba su voz el gemir de la risa. Pero ahora la cuenta atrás no era un proyecto en el tiempo sino una constante en sucesión progresiva. Y él, sin pensar oteó esa pequeña frontera tras la cual no habría más que la utopía o la nada.
¿En cuántas sorpresas había dejado la piel? ¿En cuántas luchas dejó sin remedio sus mejores sentimientos, esencias, hijos, vida...? Vida que ahora necesitaba. A fuerza de subir, subir, trepar, trepar, escalar, escalar y ascender, había olvidado la uniformidad de la superficie. Alcanzó la cima por ser más sol, se impregnó de aire virgen y se quedó allá sin poder ser más que hijo predilecto del padre de la vida.
A cada entrega de cuerpo a cuerpo no le quedaba más que llanto tras la máxima embestida. Lloraba, lloraba a secas con el sabor amargo de la fatiga interna. Iluso, sabio, no sabía creer que aquello era vivir.
En la avenida extensa, refugio lunar y onírico, desplegó su quijotesco cuerpo una noche de luna creciente; tendido en esa alfombra candentemente helada, escuchó con aliterada armonía de flechas y colores el estilema de su agonía. De la orden ordenada de la voz de los espacios infinitos, se desprendió el Dios de las eternas pesadillas y vino a contarle con su lánguida cara boba que todo es ruina siempre que se quiere existir en la piel de los dioses, que la reencarnación de los ancestros volaría si no dimitía de su desesperado rosario de osadías. Le ordenó que dejara de visitar el país de los encuentros, que abandonara para siempre el juego del planteamiento.
Y como nunca le dolió en los poros, en su piel, en su cuerpo, en sus recuerdos, es ser enlace: Ser enlace de todo. No existir con la propiedad autónoma de la existencia; existir sólo desgarradamente con la crueldad terrible que la semántica implica no ser más que vía de unión. Simple eslabón de la vida.
Él debería haber sido como los demás, envuelto con la aureola de la inapetencia o simple vivir medianamente feliz. Conformidad común, coche de lujo y vacaciones a la orilla del mar. Debía no pensar, no estaba obligado a tan elevado sufrimiento, pero estaba sin remedio condenado. Condenado a no soportar lo soportable, arruinado por sus lamentaciones, oyendo una y otra vez las exclamaciones rítmicamente guturales de los vómitos de la masa que sin quererlo, día a día, minuto a minuto le acompañaban y eran ya tan suyos los ruidos que no podía más que encajonarlos en su departamento para el odio.
Y así fue como comenzó a odiar. ¡Qué fácil era, pero cuánto costaba entrar en el juego del odio! Comenzó a odiar escrupulosa, calculada y fríamente, como si de un encuentro premeditado con el contrincante a ciegas se tratara y en cambio dijese, yo sé el camino.
No se puede ser sol sin dejar de ser humano y es esa aplastada humanidad la que nuevamente te calcina las entrañas para que sigas perteneciendo a su clan.
La realidad cuando se desmantela, cuando comienza a desproveerse de miles de funciones absurdas, cuando avanza apretándote el pecho queriendo extraerte el corazón por la boca, cuando se desnuda, cuando se hace verdad, te tira de espaldas a un lago de cieno donde en medio de sus balsámicas olas te hundes, sin remedio, para siempre.
Desligarte de lo que eres es imposible y ser algo nuevo, acumular nuevas sustancias o formas, te lleva a olvidar; olvidar para ramificar de nuevo otro ser arbóreo que te introduzca en otro bosque donde hallar otra realidad, otra verdad y otro montón de angustias díscolas.
No sientas y padezcas las angustias de los demás. Si flaqueas no habrá posibilidad de solución, se derramará tu sangre cual pasmoso flujo vaginal antes tesoro del señor de los deseos y que ahora no es más que muerta sustancias derramada que se desgrana entre las tinieblas.
Sufrir y sudar las fiebre: Encontrarse, unirse a la tranquilidad del olor y el son de la lluvia; momento esperado por su contradicción y su dialéctica de propiedades. Ser sol, ir flotando entre los demás, no es más que locura que ciega y que no te deja restablecerte de ese ciclo evolutivo, nacimiento o metamorfosis que se despide de ti a cada atardecer y renace de modo irracional cada luna nueva.
El ciclo avanza como la crescente melodía. Tambores alzan su espíritu por no ser más anonimato dentro de las filas de los instrumentos y vuelas, vuelas de nuevo y estás enloqueciendo. Tanto subir, subir, escalar y es que ser sol es trepar sin medida, crecer sin límites hasta el final.
Al final, él, a disgusto andaba y en esta nueva fase, última etapa Barroco del anterior Renacimiento, hallábase como perdido por no encontrar de nuevo el olor al manzano.
2-III-1991
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