El reloj analógico del salón estaba parado, marcaba las once y cinco, formando un perfecto triángulo isósceles. Ese reloj era una metáfora perfecta de su vida detenida. Si bien lo cotidiano era un no parar, ella sentía que tal actividad era pura ironía porque su mente enviaba desidia hacia cada neurona.
El castigo de la crisis retumbó feroz dejándola sin empleo y de un minuto a otro la valía, el reconocimiento y el saber profesional corrieron calle abajo como corre el agua torrencial de la lluvia cuesta bajo hasta hundirse en el río del olvido. A partir de entonces tuvo que trabajar en vivir sin trabajo y esa tarea se hizo compañera de las mañanas, las tardes, los días, las semanas, los meses y los años; costumbre que fue rumiada como una pasta indigesta, aborrecible, amarga y difícil de tragar. Cayó el telón que puso fin a una obra y comenzó sin permiso otra cuyo guión ya no le pertenecía.