No hay música, no hay canción ni poema que me rescate. Dudo entre la sombra que se me asemeja y la realidad de lo que soy. Tengo miedo. Me habita un miedo indecente, un run run que gobierna mis ideas y paraliza con su asfixiante materia gris las alas del pájaro que fui. Siento respeto hacia el túmulo de palabras ahogadas que navegan en este interior desposeído de aquella vital razón de mundo que hoy apenas sale a flote en esta superficie de deseos, sueños y ansias de vivir la vida a dentellazos.
Este es mi esfuerzo. Mi desorientado aliento por cumplir ese compromiso vetusto que nos puso en el camino, en la iniciática búsqueda de la esencia de las palabras, en la aventura de capturar las frases para soldarlas a la interminable historia que narramos. Por ello, he tragado con un licor de rocas los negros días de una pesadilla inmensa y amanezco casi a un nuevo paisaje de esperanzas y tengo que resucitar de lo que me arrancó la muerte. Esa cruel compañera que se guarece en las hendiduras del sueño y aparece investida de urgencia para marcar en el tablero los movimientos de un juego que gana.